lunes, 11 de agosto de 2014

Escenas de la lucha ante Troya


Entonces, ya extendida la batalla, cada jefe mató a un hombre: El esforzado hijo de Menetio, el primero, hirió con la aguda lanza a Areilico, que había vuelto la espalda para huir: el bronce atravesó el muslo y rompió el hueso, y el teucro dio de ojos en el suelo. El belígero Menelao hirió a Toante en el pecho, donde éste quedaba sin defensa al lado del escudo, y dejó sin vigor sus miembros. El Filida, observando que Anficlo iba a acometerle, se le adelantó y logró envasarle la pica en la parte superior de la pierna, donde más grueso es el músculo; la punta desgarró los nervios, y la obscuridad cubrió los ojos del guerrero.

De los Nestóridas, Antíloco traspasó con la broncínea lanza a Atimnio, clavándosela en el ijar, y el teucro cayó de pechos en el suelo; el hermano de éste, Maris, irritado por tal muerte, se le puso delante y arremetió con la lanza a Antíloco; entonces el otro Nestórida, Trasimedes, igual a un dios, se le anticipó y le hirió en la espalda: la punta desgarró el tendón de la parte superior del brazo y rompió el hueso; el guerrero cayó con estrépito, y la obscuridad cubrió sus ojos. De tal suerte, estos dos esforzados compañeros de Sarpedón, hábiles tiradores, e hijos de Amisodaro, el que crió la indomable Quimera, causa de males para muchos hombres, fueron vencidos por los dos hermanos y descendieron al Erebo.

Ayante de Oileo acometió y cogió vivo a Cleóbulo, atropellado por la turba; y le quitó la vida, hiriéndole en el cuello con la espada provista de empuñadura: la hoja entera se calentó con la sangre, y la purpúrea muerte y el hado cruel velaron los ojos del guerrero.—Penéleo y Liconte fueron a encontrarse, y habiendo arrojado sus lanzas en vano, pues ambos erraron el tiro, se acometieron con las espadas: Liconte dio a su enemigo un tajo en la cimera del casco, que adornaban crines de caballo; pero la espada se le rompió junto a la empuñadura; Penéleo hundió la suya en el cuello de Liconte, debajo de la oreja, y se lo cortó por completo: la cabeza cayó a un lado, sostenida tan sólo por la piel, y los miembros perdieron su vigor.

—Meriones dio alcance con sus ligeros pies a Acamante, cuando subía al carro, y le hirió en el hombro derecho; el teucro cayó al suelo, y las tinieblas cubrieron sus ojos.— A Erimante metióle Idomeneo el cruel bronce por la boca: la lanza atravesó la cabeza por debajo del cerebro, rompió los blancos huesos y conmovió los dientes; los ojos llenáronse con la sangre que fluía de las narices y de la boca abierta, y la muerte, cual si fuese obscura nube, envolvió al guerrero.

Cada uno de estos caudillos dánaos mató, pues, a un hombre. Como los voraces lobos acometen a corderos o cabritos, arrebatándolos de un hato que se dispersa en el monte por la impericia del pastor, pues así que aquéllos los ven se los llevan y despedazan por tener los últimos un corazón tímido; así los dánaos cargaban sobre los teucros, y éstos pensando en la fuga horrísona, olvidábanse de mostrar su impetuoso valor.

Homero. Ilíada, XVI, 306-357. Traducción de Luis Segalá y Estalella, 1910.

domingo, 3 de agosto de 2014

Relato de Er el Armenio

Rafael Sanzio: La Academia de Atenas (detalle)

No voy a referirte -advertí- la historia de Alcinoo, sino la de un hombre valeroso, Er el Armenio, originario de Panfilia. Este hombre, muerto en la guerra, fue recogido a los diez días junto con los demás cadáveres ya corrompidos, pero estando él intacto. Conducido a su casa para ser enterrado y dispuesto ya sobre la pira, volvió a la vida a los doce días y dio a conocer a los presentes lo que había contemplado en el otro mundo: Después de abandonar el cuerpo -dijo él- su alma se había puesto a caminar con otras muchas hasta llegar a un paraje verdaderamente maravilloso, en el que podían verse, en la tierra, dos aberturas relacionadas entre sí, exactamente enfrente de otras dos situadas arriba, en el cielo. En medio, se encontraban unos jueces que, luego de emitir su juicio, ordenaban a los justos que se dirigiesen hacia el cielo por el camino de la derecha, con un letrero colgado por delante en el que aparecía el fallo dictado; a los injustos, en cambio, les obligaban a tomar el camino de la izquierda, hacia la tierra, y provistos de otro letrero, colgado por detrás en el que detallaban todas las acciones que habían cometido. Cuando le vieron adelantarse, le dijeron que él habría de ser mensajero para los hombres de todas las cosas que allí contemplase, en razón de lo cual le invitaron a que oyera y observara lo que pasaba en aquel lugar. Y, en efecto, vio cómo por cada una de las aberturas correspondientes del cielo y de la tierra emprendían las almas la marcha, luego de haber sido juzgadas, en tanto por la otra abertura de la tierra salían almas llenas de suciedad y de polvo, y por la del cielo bajaban otras almas enteramente puras. Todas daban la impresión, al llegar, de que provenían de un largo viaje, y dirigiéndose con regusto a la pradera como si allí les esperase una grata reunión, se saludaban unas a otras, porque eran viejas conocidas, y se preguntaban mutuamente, las del cielo por las cosas de la tierra y las de la tierra por las cosas del cielo. Unas, claro está, deploraban su suerte y prorrumpían en llanto al recordar cuántas y cuán grandes cosas habían sufrido y visto en su peregrinaje de un milenio por la tierra; otras, precisamente las que venían del cielo, alababan su bienaventuranza y expresaban su contento por las cosas hermosas e indescriptibles que habían contemplado. Muy largo sería de contar todo esto Glaucón. Lo que nuestro hombre refería como fundamental era lo siguiente: cada alma sufría el castigo por las faltas cometidas, de tal modo que por cada una recibía una condena diez veces mayor que aquélla y con una duración de cien años, que es el tiempo calculado para la vida humana; con ello, el castigo de su delito quedaba multiplicado por diez, y los causantes de gran número de muertes o traidores a las ciudades o a los ejércitos, que pudieran haber entregado a la esclavitud, o cómplices de cualquier otra calamidad, esos hombres, digo, se veían atormentados por unos sufrimientos diez veces mayores que los que habían cometido; cosa que, en la misma proporción, se otorgaba a los que habían observado buena conducta y habían sido justos y piadosos. En cuanto a los niños muertos al nacer y poco después de haber nacido, decía también otras cosas que no vale la pena mencionar. Para los acusados de impiedad, tanto hacia los dioses como hacia los padres, e igualmente para los homicidas a mano armada, establecía unos castigos todavía más severos. Estuvo presente -según dijo a la pregunta que formuló una de aquellas almas sobre la suerte de Ardieo el Grande. Este gran Ardieo había ejercido como tirano en una ciudad de Panfilia, mil años antes del relato, y entre sus crímenes se contaban la muerte de su anciano padre y la de su hermano mayor, amén de otras muchas faltas de impiedad que de él se narraban. El alma preguntada respondió de esta manera: No ha llegado, ni parece probable que llegue hasta aquí.

Y nuestra sorpresa subió de punto cuando contemplamos este espectáculo aterrador: cerca ya de la abertura y casi a punto de salir de ella, luego de haber sufrido nuestros castigos, pudimos ver de súbito a aquél y a todos los demás, en su gran mayoría tiranos. Con ellos se encontraban algunos particulares, de los que en vida más habían pecado, todos los cuales, en el momento en que pretendían subir, la abertura no los recibía, y antes bien, dejaba oír un mugido cada vez que uno de los miserables irreductibles o que no había expiado suficientemente su castigo, intentaba salir de allí. Entonces -decía él- unos hombres salvajes y que aparecían envueltos en fuego, presentes como estaban y oidores del mugido, apresaban a unos y descendían con ellos, mientras a Ardieo y a los demás les ataban los pies, las manos y la cabeza, los echaban por tierra y los desollaban, y luego, llevándolos a la orilla del camino, los desgarraban sobre retamas espinosas, declarando a la vez a cuantos pasaban por allí por qué trataban de ese modo a aquellos hombres y se empeñaban en arrojarlos al Tártaro. Y continuaba diciendo que entre los muchos y variados terrores que les asediaban, superaba sin duda a todo el temor de que se reprodujera el mugido en el momento de la subida; por eso, se apoderaba de ellos un gran contento si conseguían subir en silencio. Estos eran, pues, los castigos y las penas que se ofrecían, e igualmente las recompensas a que podían aspirar. Después de descansar siete días en la pradera, cada una de las almas debía disponerse a partir de allí al octavo día. Cuatro días más tarde arribaban a un lugar desde donde podía contemplarse una luz que, cual una columna y semejante al arco iris, pero todavía más brillante y más pura que éste, se extendía por todo el cielo y la tierra. Un día de marcha les permitía llegar a la luz y entonces contemplaban, en medio de ella, los extremos de las cadenas del cielo, porque esta luz era su lazo de unión, que sujetaba toda la esfera celeste al modo como lo hacen las ligaduras de las trirremes. Desde esos extremos percibían como extendido el huso de la Necesidad, gracias al cual pueden girar todas las esferas. La rueca y el gancho de aquél eran de acero y su tortera, en cambio, comprendía una mezcla de acero y de otrás materias. Digamos ahora la naturaleza de esa tortera: no existía diferencia alguna con las nuestras en cuanto a su forma, pero conviene imaginársela enteramente hueca con el engaste en ella de otra tortera más pequeña, que fuese como encajonada allí. Esta imagen podría repetirse una tercera y una cuarta vez y aún cabría multiplicarla por ocho. Pues ocho venían a ser las torteras, encajonadas unas en otras y presentando sus bordes a manera de círculos; y todas ellas conformaban la superficie de una sola, dispuestas como estaban alrededor de la rueca, que atravesaba por su parte el centro de la octava. La tortera primera, exterior a las otras, tenía unos bordes circulares mucho más anchos; seguían después en anchura los de la sexta; luego los de la cuarta, que era la tercera; a continuación los de la octava, que era la cuarta; los de la séptima después, que era la quinta; en seguida los de la quinta, que era la sexta; venían aún los de la tercera, que era la séptima, y al fin los de la segunda, que era la octava. Los bordes de la tortera mayor poseían colores variados; los de la séptima eran más brillantes; los de la octava recibían de la séptima su color y su brillo; los de la segunda y los de la quinta se parecían muchísimo y eran más amarillos que aquéllos; los de la tercera, disponían del color más blanco; los de la cuarta eran de un tono rojizo, y los de la sexta se calificaban como segundos por su blancura. Todo el huso daba vueltas sobre sí con un movimiento uniforme, y en él, por su parte, giraban también ligeramente, pero en sentido contrario al todo, los siete círculos del interior. El más rápido de ellos era el octavo; en segundo lugar podían colocarse, sin distinción alguna, el séptimo, el sexto y el quinto; parecíales el cuarto, en ese movimiento en órbita invertida, el que ocupaba el tercer lugar; y luego estaban el tercero, en cuarto puesto, y el segundo, en quinto. El huso mismo daba vueltas entre las rodillas de la Necesidad, y sobre cada uno de los círculos se mantenía una Sirena, que giraba con él y emitía una sola voz y de un solo tono; las ocho voces de las ocho Sirenas formaban un conjunto armónico. A distancias iguales y en derredor, se encontraban sentadas otras tres mujeres, cada una ocupando su trono; no eran sino las Parcas, hijas de la Necesidad, vestidas de blanco y ceñidas sus cabezas con una especie de ínfulas: sus nombres, Láquesis, Cloto y Atropo. Las tres acompañaban en su canto a las Sirenas; Láquesis, recordando los hechos pasados; Cloto, refiriendo los presentes, y Atropo, previendo los venideros. Cloto, colocada su mano derecha sobre el huso, aunque actuando por intervalos, facilitaba el giro del círculo exterior; Atropo, aplicando su mano izquierda, hacía lo propio con los círculos interiores, y Láquesis, por turno, imprimía movimiento con la derecha o con la izquierda, y tanto al círculo exterior como a los interiores.

Una vez llegados allí hubieron de acercarse sin demora al trono de Láquesis, donde un adivino procedía a la previa colocación de las almas y, luego de haber tomado del regazo de Láquesis unos lotes y modelos de vidas, ascendía a una alta tribuna para proclamar. He aquí lo que dice la virgen Láquesis, hija de la Necesidad: Almas efímeras, va a dar comienzo para vosotras una nueva carrera mortal en un cuerpo también portador de la muerte. No será ser divino el que elija vuestra suerte, sino que vosotras mismas la elegiréis. La primera en el orden de la suerte escogerá la primera, esa nueva vida a la que habrá de unirse irrevocablemente. Pero la virtud no tiene dueño; cada una la poseerá, en mayor o menor grado, según la honra o el menosprecio que le prodigue. La responsabilidad será toda de quien elija, porque la divinidad es inocente. Luego que hubo hablado, arrojó los lotes sobre la multitud de almas y cada una de éstas recogió el que había caído a su lado, salvo el alma de Er, a la cual no fue permitido elegir. Con el lote en la mano, quedaba ya en claro para cada alma qué número de orden le correspondía en la elección. Seguidamente, el adivino arrojó a tierra y delante de ellas modelos de vidas que superaban con mucho al de almas presentes. Los había de todas clases; podían escogerse, pues, vidas de cualesquiera de los animales y de los hombres. Por ejemplo, aparecían entre aquéllas, vidas de tiranos que habían cumplido su ciclo, y otras que, truncadas en mitad, concluyeran en la pobreza, en el destierro o en la mendicidad. Echábanse de ver igualmente vidas de hombres de gran prestigio; unos, por su porte y por la belleza, la fuerza o el vigor que demostraban en la lucha; otros, por su progenie y las virtudes de sus antepasados. Mas también había vidas de hombres sin relieve alguno y de mujeres de la misma condición. No se disponía, empero, orden de preferencia de las almas, por cuanto la elección de cada uno habría de obedecer por necesidad a su criterio. Todo lo demás, y contemos aquí las riquezas y la pobreza, las enfermedades y la salud, se encontraba mezclado en unas y en otras vidas, pero algunas veces en un justo medio. En esa coyuntura, querido Glaucón, el peligro, según parece, era grande para el hombre; de ahí que deba cuidarse sumamente, por encima de cualesquiera otras enseñanzas, el que cada uno de nosotros se dedique a la búsqueda y aprendizaje de todo aquello que le procure poder y conocimiento para distinguir la vida útil de la miserable; sólo así podrá escoger, siempre y en todas partes, la mejor de las vidas posibles. Habrá de someter para ello a su consideración todas las cosas ya dichas, y bien reunidas o por separado, las pondrá en relación con la vida más perfecta; comprobará también cuál es el malo el bien que producirá la belleza unida a la pobreza o a la riqueza o a cualquier otra disposición del alma; y no desconocerá menos las consecuencias de un ilustre o de un oscuro nacimiento, de una vida privada, de una rectoría, de una fortaleza o debilidad, de una buena o mala aptitud para aprender, y de todas esas cosas por el estilo que se dan naturalmente en el alma o se adquieren por ella, íntimamente unidas. De modo que, reflexionando sobre todo ello, estará en condiciones de escoger siempre que mire atentamente a la naturaleza del alma y sea capaz de distinguir la vida mejor de la vida peor, llamando mejor en este caso a la que la hace más justa, y peor a la que la hace más injusta. Todo lo demás podrá dejado a un lado, porque ya hemos visto que ésta es la mejor elección para el hombre, tanto en esta vida como después de la muerte. Conviene, pues, llegar al Hades con esta opinión fortalecida, para no dejarse dominar allí por el deseo de las riquezas y de los males y no caer también en tiranías y otros muchos hechos semejantes, causa de irremediables daños e incluso de sufrimientos todavía mayores. Habrá que elegir siempre una vida intermedia entre las extremas, huyendo en lo posible, tanto en esta vida como en la otra, de los excesos en uno u otro sentido. Por este camino puede llegar el hombre, en efecto, a alcanzar la mayor felicidad.

Fue entonces cuando el mensajero del más allá dio a conocer estas palabras del adivino: Aun para el que llegue el último -dijo-, y siempre que elija sensatamente y viva de acuerdo con su elección, habrá una vida dichosa y carente de males. Así, pues, ni se descuide el que elija primero, ni caiga en el desánimo quien elija el último.

Y nos añadía que, luego de haber dicho esto, el primero en el orden de la suerte se acercó a escoger sin dilación e hízose con la mayor de las tiranías. Tan necia y ávidamente procedió, y tanto prescindió también del más mínimo examen, que no tuvo en cuenta para nada que en ese destino iba implícito el devorar a sus hijos y otros males semejantes. Después que lo consideró con atención, se daba golpes a sí mismo y lamentaba su elección, para la que prescindiera totalmente de las razones del adivino. Y no se acusaba de los males en suerte, sino que inculpaba a la fortuna, a los dioses y a todo antes que a sí mismo. Se trataba nada menos que de una de las almas llegadas del cielo y que anteriormente había vivido en un régimen ordenado, cierto que sin filosofía, pero con el ejercicio habitual de la virtud. Por así decir, las almas provenientes del cielo, quizá por su falta de preparación, se engañaban todavía más que las otras; en cambio, las que procedían de la tierra no verificaban una elección demasiado apresurada por aquello de que ellas mismas habían compartido sufrimientos y habían visto padecer a los demás. Por esta misma experiencia y en razón del lote caído en suerte, se producía para muchas almas un cambio de males y de bienes, pues es evidente que si alguien volviese de nuevo a la vida y desenvolviese sanamente su razón, amén de contar en la elección con un lote que no fuese de los últimos, llegaría a alcanzar la felicidad aquí en la tierra, siguiendo los consejos del más allá, e incluso podría retornar al otro mundo y regresar de él a través de un camino no ya subterráneo y escabroso, sino plácido y celeste.

Este era el espectáculo digno de verse que nos refería Er, y en el que las almas, individualmente, efectuaban la elección de sus vidas; espectáculo que, por cierto, resultaba digno de compasión, a la vez que risible y admirable. Las más de las veces se verificaba la elección de acuerdo con el hábito de la primera vida. Y así, narraba Er cómo había visto el alma de Odeo escoger la vida de un cisne, llevada del odio al sexo femenino y porque no quería ser engendrada en una mujer en razón a la muerte que había sufrido a manos de éstas, y presentaba a Támiras encarnándose en un ruiseñor, y a un cisne que, con otros pájaros cantores, cambiaba su vida por la vida humana. El alma cuyo lote ocupaba el lugar veinte inclinó su ánimo por una vida de león: era la de Áyax, el hijo de Telamón, que huía de este modo a la condición de hombre, acordándose del juicio de las armas. Seguía a éste el alma de Agamenón, que, odiando también al género humano, por los padecimientos que había sufrido, cambiaba su vida por la de un águila. En medio se encontraba el alma de Atalanto, que al ver los grandes honores recibidos por un atleta, no quiso contemplar nada más y adoptó esta vida para sí. En seguida venía el alma de Epeo, el hijo de Panopeo, que cambió su naturaleza por la de una mujer artesana; y entre las últimas aparecía el alma del ridículo Tersites, que revestía la forma de un mono. Designada la última por la suerte, se disponía a elegir el alma de Ulises, la cual, repuesta de su ambición y acordándose de sus primeros trabajos, andaba buscando largo rato la vida de un hombre particular y apartado de la acción. Y a fe que dio con ella, aislada y olvidada de todos. Y no más verla, dijo que habría elegido de igual modo de ser la primera en suerte; tal era el gozo que experimentaba. Otros cambios análogos se producían al trocarse los animales en hombres o en otros animales, y la mezcla se verificaba en unos términos que era corriente ver animales injustos transformarse en fieras, y otros justos en especies ya domesticadas.

Luego que todas las almas habían elegido sus vidas, se aproximaban a Láquesis en el orden mismo de la suerte. Y ella daba a cada una el genio de su preferencia, que sería a la vez guardián de su vida y garante de su elección. A éste correspondía conducirla antes de nada al trono de Cloto, la cual, poniéndole su mano encima y haciendo girar el huso, confirmaba el destino y la elección de alma. Después que el alma había tocado el huso, se la llevaba adonde hilaba Atropo, y era ésta la que hacía irrevocable lo ya otorgado. Desde allí, sin que le fuera posible volver atrás, marchaba el alma hasta el trono de la necesidad y bajo él pasaban sucesivamente tanto el genio como el alma e, igualmente, todas las demás almas. Y luego, todas ellas se dirigían a la llanura del Olvido, en medio de un calor terrible y sofocante, porque en aquel campo no se veía un solo árbol ni nada de lo que la tierra produce. Llegada la tarde, se reunían junto al río de la Despreocupación, cuya agua no puede ser contenida en ningún recipiente. Todas venían obligadas a beber una cierta cantidad de esta agua; pero había almas que procedían imprudentemente y, al beber más de la cuenta, perdían en absoluto la memoria. Y ocurrió después, cuando ya las almas se entregaban al sueño y era el tiempo de medianoche, que un trueno y un seísmo turbó la calma llevando de repente a cada una hacia un lugar distinto al del nacimiento y precipitándolas como si fueran estrellas. Pero a Er se le había impedido que bebiera del agua, y, no obstante, sin saber cómo había sido, encarnó de nuevo en su cuerpo, y de pronto, levantando los ojos al cielo, viose, muy de mañana, yacente sobre la pira.

Así pudo salvarse y no pereció, Glaucón, esta fábula de Er, que también guardará nuestras vidas si seguimos sus enseñanzas. De acuerdo con ellas atravesaremos con felicidad el río del Olvido y no mancharemos en modo alguno nuestra alma. Si dais crédito a mis palabras y estimáis que el alma es inmortal y capaz de recibir todos los males y todos los bienes, marcharemos siempre por el camino del cielo y cuidaremos inteligentemente, por todos los medios, de la práctica de la justicia. Con ello, seremos amigos de nosotros mismos y de los dioses durante la permanencia en este mundo y, al igual que los vencedores en los juegos, obtendremos luego en todas partes los premios que se conceden a la virtud. Que la felicidad nos acompañe, pues, tanto en este mundo como en ese viaje de mil años que acabamos de referir.

Platón. República, X, 13-16.