Janto, el corcel de ligeros pies, bajó la cabeza —sus crines, cayendo en torno de la extremidad del yugo, llegaban al suelo—, y habiéndole dotado de voz Hera, la diosa de los níveos brazos, respondió de esta manera: —Hoy te salvaremos aún, impetuoso Aquileo; pero está cercano el día de tu muerte, y los culpables no seremos nosotros, sino un dios poderoso y el hado cruel. No fue por nuestra lentitud ni por nuestra pereza por lo que los teucros quitaron la armadura de los hombros de Patroclo; sino que el dios fortísimo, a quien parió Leto, la de hermosa cabellera, matóle entre los combatientes delanteros y dio gloria a Héctor. Nosotros correríamos tan veloces como el soplo del Céfiro, que es tenido por el más rápido. Pero también tú estás destinado a sucumbir a manos de un dios y de un mortal.
Homero. Ilíada, XIX, 404-417 (Traducción de Luis Segalá y Estalella, 1910)
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