Aquiles y Héctor luchan ante la mirada de Atenea
Dijo Febo Apolo:
—Sois, oh dioses, crueles y maléficos. ¿Acaso Héctor no quemaba en honor vuestro muslos de bueyes y cabras escogidas? Ahora, que ha perecido, no os atrevéis a salvar el cadáver y ponerlo a la vista de su esposa, de su madre, de su hijo, de su padre Príamo y del pueblo, que al momento lo entregarían a las llamas y le harían honras fúnebres; por el contrario, oh dioses, queréis favorecer al pernicioso Aquileo, el cual concibe pensamientos no razonables, tiene en su pecho un ánimo inflexible y medita cosas feroces, como un león que dejándose llevar por su gran fuerza y espíritu soberbio, se encamina a los rebaños de los hombres para aderezarse un festín: de igual modo perdió Aquileo la piedad y ni siquiera conserva el pudor que tanto favorece o daña a los varones. Aquel a quien se le muere un ser amado, como el hermano carnal o el hijo, al fin cesa de llorar y lamentarse; porque las Moiras dieron al hombre un corazón paciente. Mas Aquileo, después que quitó al divino Héctor la dulce vida, ata el cadáver al carro y lo arrastra alrededor del túmulo de su compañero querido; y esto ni a aquél le aprovecha, ni es decoroso. Tema que nos irritemos contra él, aunque sea valiente, porque enfureciéndose insulta a lo que tan sólo es ya insensible tierra.
Homero. Ilíada, XXIV, 33-54. (Traducción de Luis Segalá y Estalella)
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