Louis Léon Cougnot: Mecencio socorrido por su hijo Lauso (1859)
No pasaré en silencio, no, en esta ocasión, ni tu nombre, oh mancebo digno de eterna memoria, ni el duro trance de tu muerte, ni tus heroicos hechos, si las futuras edades pueden dar crédito a tan ínclita hazaña. Inválido ya, arrastrando el pie, doblado el cuerpo por la violencia del dolor, retirábase Mecencio, llevando clavada en el escudo la enemiga lanza, cuando se precipita el joven [Lauso] entre uno y otro armado guerrero, en el momento en que Eneas, alta la diestra iba a descargar sobre Mecencio un tajo; párale Lauso y mientras sus compañeros le aplauden con grandes clamores, retírase el padre protegido por la rodela del hijo. Disparan aquellos a Eneas un diluvio de dardos, acribillándole de lejos; él hirviendo en ira, se mantiene firme, cubierto con su escudo: tal, cuando se precipitan los nubarrones deshechos en granizo, huyen de los campos todos los labradores y zagales; el caminante se guarece en seguro abrigo, ya en las escarpadas riberas de un río, ya bajo la bóveda de un prominente peñasco, mientras el pedrisco inunda la tierra, para poder luego, cuando reaparezca el sol, volver a la diaria faena; así Eneas, cercado de dardos por todas partes, sostiene aquella nube guerrera que descarga y truena sobre él, y en estos términos increpa y amenaza a Lauso: "¿Por qué corres así a la muerte u osas a más de lo que tus fuerzas alcanzan? ¡El amor filial te ofusca, incauto mozo!" No por eso mengua la arrogancia del insensato Lauso, y como va ya subiendo de punto la cólera en el capitán troyano, y ya las Parcas han devanado los últimos estambres de la vida del mancebo, clávale Eneas en mitad del pecho su pujante espada hasta la guarnición, atravesándole el escudo, arma leve para tantas bravatas, y la loriga, que su madre le había bordado con hilos de oro. Llenósele el pecho de sangre, y abandonando el cuerpo, voló triste su espíritu por las auras a la región de los manes; y cuando el hijo de Anquises vio el rostro moribundo, aquel rostro ahora cubierto de asombrosa palidez, exhaló un gemido de profunda compasión, y oprimido su pecho por el recuerdo de su hijo querido, tendió la mano a Lauso, diciéndole: "¿Qué podrá ahora el pío Eneas hacer por ti ¡Oh desventurado mancebo! que sea digno de la gloria que has alcanzado y de tu noble condición? Quédate con tus armas, que te daban tanto gozo; yo haré que vayas a juntarte con los manes y las cenizas de tus padres, si algo es esto para ti: consuele también tu miserable muerte ¡Oh joven infeliz! que has sucumbido a manos del grande Eneas." Al mismo tiempo increpa a los compañeros de Lauso, que tardan en acudir a recogerle, y le levanta del suelo, chorreándole horrible sangre la trenzada cabellera.
Virgilio. Eneida, X, 791-832. Traducción de Eugenio de Ochoa
Excelente, es una de las batallas que más me gustan de la Eneida.
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