martes, 8 de noviembre de 2011

La muerte de Canto

Lorenzo Costa el Viejo: La nave Argos

Pero a ti, Canto, los hados de la muerte te detuvieron en Libia. Tropezaste con rebaños que pastaban, y los siguió un pastor que, en defensa de sus propias ovejas, mientras tú las llevabas a tus camaradas necesitados, te mató lanzándote una piedra; porque Céfaro no era débil, nieto de Febo de Lycorea y la casta doncella Acacallis, a la que Minos, siendo su propia hija, una vez llevó desde su hogar a morar en Libia, cuando ella llevaba la pesada carga del dios; y dio a Febo un hijo glorioso, al que llamaron Amfítemis o Garamante. Amfítemis se casó con una ninfa de Tritón; y ella le dio a Nasamón y al fuerte Céfaro, que, aquel día, defendiendo sus ovejas, mató a Canto. Pero no escapó a las manos vengadoras de los argonautas, cuando supieron lo que había hecho. Y los minios, cuando se enteraron de esto, recogieron después el cuerpo de Céfaro y lo enterraron lamentándose y se llevaron a las ovejas con ellos.

Apolonio de Rodas. Argonáutica, IV, 1485-1501.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Apolo, pastor de Admeto

Claude Lorrain: Apolo guardando los rebaños de Admeto

Zeus, temiendo que los hombres pudiesen adquirir de Asclepio el arte de curar y así poderse salvar unos a otros, le hirió con un rayo. Apolo, enojado por eso, mató a los cíclopes que habían forjado el rayo para Zeus. Zeus habría lanzado al Tártaro a Apolo; sin embargo, por la intervención de Latona, le ordenó que sirviese a un hombre como esclavo durante un año. Así que Apolo se fue a Admeto, hijo de Feres, en la ciudad de Feres, y le sirvió como pastor y causó que todas las vacas diesen a luz gemelos.

Apolodoro. Biblioteca, III, 10, 4.

jueves, 3 de noviembre de 2011

La tierra de los cíclopes

Cornelis Cort: La fragua de los cíclopes

Desde allí continuamos la navegación con ánimo afligido, y llegamos a la tierra de los ciclopes soberbios y sin ley; quienes, confiados en los dioses inmortales, no plantan árboles, ni labran los campos, sino que todo les nace sin semilla y sin arada -trigo, cebada y vides, que producen vino de unos grandes racimos- y se lo hace crecer la lluvia enviada por Zeus.
No tienen ágoras donde se reúnan para deliberar, ni leyes tampoco, sino que viven en las cumbres de los altos montes, dentro de excavadas cuevas; cada cual impera sobre sus hijos y mujeres y no se entrometen los unos con los otros.
Delante del puerto, no muy cercana ni a gran distancia tampoco de la región de los ciclopes, hay una isleta poblada de bosque, con una infinidad de cabras monteses, pues no las ahuyenta el paso de hombre alguno ni van allá los cazadores, que se fatigan recorriendo las selvas en las cumbres de las montañas. No se ven en ella ni rebaños ni labradíos, sino que el terreno está siempre sin sembrar y sin arar, carece de hombres, y cría bastantes cabras. Pues los ciclopes no tienen naves de rojas proas, ni poseen artífices que se las construyan de muchos bancos -como las que transportan mercancías a distintas poblaciones en los frecuentes viajes que los hombres efectúan por mar, yendo los unos en busca de los otros-, los cuales hubieran podido hacer que fuese muy poblada aquella isla, que no es mala y daría a su tiempo frutos de toda especie, porque tiene junto al espumoso mar prados húmedos y tiernos y allí la vid jamás se perdiera. La parte inferior es llana y labradera; y podrían segarse en la estación oportuna mieses altísimas por ser el suelo muy pingüe. Posee la isla un cómodo puerto, donde no se requieren amarras, ni es preciso echar ancoras, ni atar cuerdas; pues, en aportando allí, se está a salvo cuanto se quiere, hasta que el ánimo de los marineros les incita a partir y el viento sopla.
En lo alto del puerto mana una fuente de agua límpida, debajo de una cueva a cuyo alrededor han crecido álamos. Allá pues, nos llevaron las naves, y algún dios debió de guiarnos en aquella noche obscura en la que nada distinguíamos, pues la niebla era cerrada alrededor de los bajeles y la luna no brillaba en el cielo, que cubrían los nubarrones. Nadie vio con sus ojos la isla ni las ingentes olas que se quebraban en la tierra, hasta que las naves de muchos bancos hubieron abordado. Entonces amainamos todas las velas, saltamos a la orilla del mar y, entregándonos al sueño, aguardamos que amaneciera la divina Aurora.

Homero. Odisea, IX, 105-151.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

El ciclo vital

Pieter Brueghel el Viejo: La siega

Todos nosotros hemos nacido de una semilla venida del cielo; el Éter es nuestro padre común; la Tierra, nuestra madre nutricia, recibe de él las gotas de la lluvia fecundante y da a luz así a las cosechas brillantes, los árboles vigorosos y la raza de los hombres, así como todas las especies salvajes, ya que ella les ofrece los bienes con los cuales se alimentan, llevan una vida dulce y propagan su especie: ¿no merece, pues, el nombre de madre que ha recibido? Y el ciclo se invierte; todo lo que ha salido de la tierra vuelve a la tierra y todo lo que ha bajado de las regiones del éter vuelve al cielo y se hace recibir allí.

Lucrecio. De la naturaleza de las cosas, II, 900 y ss.