lunes, 16 de junio de 2014

El destino de Egisto


Dijo Zeus: —¡Oh Dioses! ¡De qué modo culpan los mortales a los númenes! Dicen que las cosas malas les vienen de nosotros, y son ellos quienes se atraen con sus locuras infortunios no decretados por el destino. Así ocurrió a Egisto que, oponiéndose a la voluntad del hado casó con la mujer legítima del Atrida, y mató a éste cuando tornaba a su patria, no obstante que supo la terrible muerte que padecería luego. Nosotros mismos le habíamos enviado a Hermes, el vigilante Argifontes, con el fin de advertirle que no matase a aquél ni pretendiera a su esposa; pues Orestes Atrida tenía que tomar venganza no bien llegara a la juventud y sintiese el deseo de volver a su tierra. Así se lo declaró Hermes; mas no logró persuadirlo, con ser tan excelente el consejo, y ahora Egisto lo ha pagado todo junto.

Homero. Odisea, I, 32-43. Traducción de Luis Segalá y Estalella, 1927.

lunes, 9 de junio de 2014

Lauso lucha con Eneas

Louis Léon Cougnot: Mecencio socorrido por su hijo Lauso (1859)

No pasaré en silencio, no, en esta ocasión, ni tu nombre, oh mancebo digno de eterna memoria, ni el duro trance de tu muerte, ni tus heroicos hechos, si las futuras edades pueden dar crédito a tan ínclita hazaña. Inválido ya, arrastrando el pie, doblado el cuerpo por la violencia del dolor, retirábase Mecencio, llevando clavada en el escudo la enemiga lanza, cuando se precipita el joven [Lauso] entre uno y otro armado guerrero, en el momento en que Eneas, alta la diestra iba a descargar sobre Mecencio un tajo; párale Lauso y mientras sus compañeros le aplauden con grandes clamores, retírase el padre protegido por la rodela del hijo. Disparan aquellos a Eneas un diluvio de dardos, acribillándole de lejos; él hirviendo en ira, se mantiene firme, cubierto con su escudo: tal, cuando se precipitan los nubarrones deshechos en granizo, huyen de los campos todos los labradores y zagales; el caminante se guarece en seguro abrigo, ya en las escarpadas riberas de un río, ya bajo la bóveda de un prominente peñasco, mientras el pedrisco inunda la tierra, para poder luego, cuando reaparezca el sol, volver a la diaria faena; así Eneas, cercado de dardos por todas partes, sostiene aquella nube guerrera que descarga y truena sobre él, y en estos términos increpa y amenaza a Lauso: "¿Por qué corres así a la muerte u osas a más de lo que tus fuerzas alcanzan? ¡El amor filial te ofusca, incauto mozo!" No por eso mengua la arrogancia del insensato Lauso, y como va ya subiendo de punto la cólera en el capitán troyano, y ya las Parcas han devanado los últimos estambres de la vida del mancebo, clávale Eneas en mitad del pecho su pujante espada hasta la guarnición, atravesándole el escudo, arma leve para tantas bravatas, y la loriga, que su madre le había bordado con hilos de oro. Llenósele el pecho de sangre, y abandonando el cuerpo, voló triste su espíritu por las auras a la región de los manes; y cuando el hijo de Anquises vio el rostro moribundo, aquel rostro ahora cubierto de asombrosa palidez, exhaló un gemido de profunda compasión, y oprimido su pecho por el recuerdo de su hijo querido, tendió la mano a Lauso, diciéndole: "¿Qué podrá ahora el pío Eneas hacer por ti ¡Oh desventurado mancebo! que sea digno de la gloria que has alcanzado y de tu noble condición? Quédate con tus armas, que te daban tanto gozo; yo haré que vayas a juntarte con los manes y las cenizas de tus padres, si algo es esto para ti: consuele también tu miserable muerte ¡Oh joven infeliz! que has sucumbido a manos del grande Eneas." Al mismo tiempo increpa a los compañeros de Lauso, que tardan en acudir a recogerle, y le levanta del suelo, chorreándole horrible sangre la trenzada cabellera.

Virgilio. Eneida, X, 791-832. Traducción de Eugenio de Ochoa

miércoles, 28 de mayo de 2014

La muerte de Sarpedón


Dijo Zeus a Hera: —¡Ay de mi! El hado dispone que Sarpedón, a quien amo sobre todos los hombres, sea muerto por Patroclo Menetíada. Entre dos propósitos vacila en mi pecho el corazón: ¿lo arrebataré vivo de la luctuosa batalla, para dejarlo en el opulento pueblo de la Licia, o dejaré que sucumba a manos del Menetíada?

Respondióle Hera veneranda, la de los ojos grandes: —¡Terribilísimo Cronión, qué palabras proferiste! ¿Una vez más quieres librar de la muerte horrísona a ese hombre mortal, a quien tiempo ha que el hado condenó a morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo aprobaremos. Otra cosa voy a decirte que fijarás en la memoria: Piensa que si a Sarpedón le mandas vivo a su palacio, algún otro dios querrá sacar a su hijo del duro combate pues muchos hijos de los inmortales pelean en torno de la gran ciudad de Príamo, y harás que sus padres se enciendan en terrible ira. Pero si Sarpedón te es caro y tu corazón le compadece, deja que muera a manos de Patroclo en reñido combate; y cuando el alma y la vida le abandonen, ordena a la Muerte y al dulce Hipno que lo lleven a la vasta Licia, para que sus hermanos y amigos le hagan exequias y le erijan un túmulo y un cipo, que tales son los honores debidos a los muertos.

Homero. Ilíada, XVI, 433-457. (Traducción de Luis Segalá y Estalella, 1910)

viernes, 23 de mayo de 2014

El destino de Héctor


El divino Aquileo hacía con la cabeza señales negativas a los guerreros, no permitiéndoles disparar amargas flechas contra Héctor: no fuera que alguien alcanzara la gloria de herir al caudillo y él llegase el segundo. Mas cuando en la cuarta vuelta llegaron a los manantiales, el padre Zeus tomó la balanza de oro, puso en la misma dos suertes —la de Aquileo y la de Héctor domador de caballos— para saber a quién estaba reservada la dolorosa muerte; cogió por el medio la balanza, la desplegó, y tuvo más peso el día fatal de Héctor que descendió hasta el Hades. Al instante Febo Apolo desamparó al troyano. Atenea, la diosa de los brillantes ojos se acercó al Pelida, y le dijo estas aladas palabras:
- Espero, oh esclarecido Aquileo, caro a Zeus, que nosotros dos proporcionaremos a los aqueos inmensa gloria, pues al volver a las naves habremos muerto a Héctor, aunque sea infatigable en la batalla. Ya no se nos puede escapar, por más cosas que haga el flechador Apolo, postrándose a los pies del padre Zeus, que lleva la égida. Párate y respira; e iré a persuadir a Héctor para que luche contigo frente a frente.

Homero. Ilíada, XXII, 205-223. (Traducción de Luis Segalá y Estalella, 1910)